Sobre la tierra, en los píes.

Olvidaba la lata de Mallboro. Tal vez en la mesa. Bajó en Caballito, estaba a varias cuadras, sin ser demasiado lejos. No cerraban temprano, ni era tarde. Todavía caminaba distraída por la historia de cómo un monasterio sobrevivió el resto de la humanidad le daba vueltas en la cabeza.

Había un chico juntando cartón cuando llegó a la esquina, por avenida Rivadavia cerca de Once. Lo conocía, se llamaba Juan. Estudiaba historia, como podía. Era simpático y a su novio le caía muy bien. Hubo un tiempo que ella creyó que su novio se iba a hacer cartonero, sólo para charlar más con Juan, el cartonero que estudiaba historia. Se saludaron de lejos y dobló para la derecha. Hizo unas cuantas cuadras y llegó a la filmoteca.

Cristian se reía y le dio su lata de Mallboro sacándola de su mochila. No estuvo tan cómoda de eso, no sabía si la hubiese abierto. Ahí sólo había un librito suyo. Uno. Era como una agenda. Y el disquet de su novio. Como una otra parte de algo que guardaba en el cofre. Dos. Eso era todo en la lata, tan chiquita que entraba entre las dos manos. La agenda medía una lapicera por unas pulgadas de ancho. Tres. Y el disquet entraba sólo de costado. Era naranja, como una camisa que tenía y había dejado en el placard y olvidó después del fin de semana largo. Eso pasó hace varios meses. Cinco. Y las polillas acá ya planeaban invadirla. 
Agarró la lata que le daba su amigo.

Él preguntó si le había gustado lo que le recomendó. Le dijo que más o menos. Le molestaba algunas cosas. Y guardando la lata en su bolso le contó que monjes eran una respuesta muy conveniente para el fin del mundo. Y por más que desde las míticas montañas del Tíbet aparezcan los próximos redentores de la llamada humanidad, aún presos en muertos vivos hechos solo carcasa, le parecía tal vez conveniente y con suma falta de sentido. Su amigo le dijo que era un buen argumento. Ella frunció el ceño. Él continuó diciendo que en un dos mil veinti y pico; Ocho, donde “estaba todo inventado ya”, ese era un buen argumento. Ella reconoció que su novio la había cansado de los zombis desde el Fallout, por el dos mil uno. Así entre una mueca y hombros para arriba respondió que le gustaban las películas y los zombis pero, muchas veces, no era una buena combinación. Su pasión era thriller. Y como todos nosotros no se cansaba de escuchar y cantar.

Combinó haber visto zombis por toda la ciudad; algunos mendigos que, si podía, les daba algo. O la otra clase de llamados "mendigos", quienes piden vida para alcanzar tener la iluminación. Le molestaba. Pero una cosa era simple y clara. Y ayudaba porque creía que faltaban cosas en unos, y no en otros, por más conjeturas que se hiciese a si misma a toda la gran ciudad.
Siendo o no zombis, para la tierra, eran hombres. Máquinas de carne, al igual que a los que eran sólo una carcasa superficial llorando por nada. Pero con los píes en la tierra, las lágrimas calman los miedos y sombras. Eso podemos hacerlo todos. Sin lamentos, pretensiones, suposiciones, cuestiones, reyertas, presunciones, adulaciones. Ella leyó eso hacía tiempo. Allá por cuando casi pisaba su cumpleaños de segunda década y un poco más. Veintiuno.
Las cosas que gustan pocas veces se comparan a otras. Aunque sean tantas más. Cuando salió de la filmoteca pensando que tenía que tomarse de nuevo el subte y pagar otro pasaje bufó. Pero advertida fue con un mensaje que le decía que espere en parque Rivadavia.
Estaba cerca, cerca. Volvió a la esquina donde se había encontrado a su amigo, más del novio. Porque si no lo pensaba así no tenía mucho sentido. Por unas cuantas cuadras caminó, con un saco gris que tiene hace tanto. Llegó al parque soportando la ansiedad por sacarse los zapatos desde la mañana. Pisar frío. Pisar un rincón de tiempo hecho tierra. Buscó un lugar lindo, no algo lindo en sí, sino algo que le gustara. Encontró el sitio y aterrizó con su bolso. Acomodó unas cosas. Anotó la película en su agenda; la de aquellos monjes que luchaban por sacarle el espíritu vacío a los cuerpos y devolverles su humanidad. Guardó su lata de Mallboro en el bolso. No fumaba, le desagradaba. Se desabrochó los zapatos y quedó en medías pisando parte pasto, parte tierra.

Rememoraba esos tiempos añejos, alojados tiernos todavía, que corría por un patio sin terminar. Jugando. Descalsa. O un día en un parque; su novio y ella fugándose legalmente de la facultad. Era de hecho lo que más le gustaba hacer. Poner los pies sobre la tierra. Y ahora él aparecía por la esquina de la plazoleta. Ella esperaba una cuantas horas para su cumpleaños. Treinta y cuatro. Pocas, poquitas. Y mirando el perfil conocido revolvía la tierra, bajo sus piecitos.

Ignacio Aldebarán

22-04-2017 Día de la Tierra

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