El número de aquel Olvido
El relato comienza
a las 23:26 p.m. de un día sin número. Pasaba a otro ya. Marcó el despertador;
6 horas y 66 minutos para sonar.
Acopió ansías de
dormir. Y se disfrazó de un pijama a rayas horizontales, tenía 7 rayas blancas.
Acomodó las 5 almohadas y se tapó primero con la sábana y se estiró para
agarrar las 2 frazadas. Miró la T.V. y sus malas noticias, aborrecido prefirió
ver cómo desenterraban un barco de la arena. Se preguntó, por si acaso, había
dejado algo en el camino. Pero no recordaba. Por las dudas se destapó, molesto,
y recorrió los pasillos examinándolos. Fue a la cocina y el balde estaba justo
debajo de la bacha. La rejilla secándose. Todo en orden. Volvió a la cama. Los arqueólogos
hablaban del valor de la pieza encontrada y de a poco se durmió. Si, tenía
miedo que algo quedara fuera de sitio. No era un toc, era por si llegaba a
levantarse y no distinguir, por tener imposibilidad mecánica, algo en el
camino. Hacía 6 años acababa de llegar. Antes había una mujer que solía llegar
y una vez a la semana de 8 días, debía ordenar o acomodar algo distinto. Y
siempre había algo diferente. Estaba acostumbrado a eso. Más hubo un cuando ya
no volvió más, hace ya 4 años. Y desde un jueves 30 de mayo, de un dos mil 13,
todo estaba en el mismo sitio. El tiempo pasó y de a poco aprendió de memoria
donde estaba todo, había ciertas cosas que no las miraba, no sabía que existían.
Tenía poco tiempo siempre para cada una de las 4 paredes y 5 salas de su
departamento.
Si, era sonámbulo.
Siempre despertaba en las mañanas cansado y veía que dejaba siempre todo, pero
absolutamente todo ordenado. Desde los 18 cubiertos; 4 juegos de platos, para
taza, postre, sopa y almuerzo. 6 de cada uno. 2 Cucharas y 2 cucharones de
madera que compró en una feria con su madre. 6 tazas, 12 vasos. La cajita de
té. Se dividía en seis casilleros y cada uno guardaba 14 saquitos de té. Los
ordenaba y reponía a todos. De canela, Earl grey, ensueños, limón, frutos
rojos y Green hills. Gustaba de tenerlos bien ubicados. Pasaba a los rollos de
servilleta, que eran 3. La cocina era lo primero en quedar ordenado y limpio.
Pero siempre dejaba una taza alta. La que tenía un detalle dibujado en verde manzana.
Justo al lado de la cafetera. Era de San Luis. La había comprado aquella mujer,
que venía estando semidesnuda o no. Solía tomar tanto café que entre uno y
otro no lavaba la taza. Las 4 sillas alrededor de la mesa de la cocina. No sólo
bien ubicadas. Ninguna tenía telas de araña entre las patas. Tampoco las del
comedor que eran 5; habiéndose roto la sexta cuando cambiaba el cuarto foco de
su araña, de 8 luces, fabricada en Gaona por su abuelo.
Las ventanas, que
siempre ignoramos limpiar, en este departamento eran felices. Todas las noches
quedaban relucientes. La de la cocina tenía 4 vidrios. Sumando las del comedor,
baño, habitación, minilavadero y el pasillo extraño en que se arrinconaban las bicicletas,
la suya y de la sobrina, junto a 2 pares de rollers. Se sumaban 25 vidrios que
limpiaba. Con sus respectivas 25 cortinas, delicadamente hechas por una madre
cuyo gustos decorativos rozaban las fronteras de la terapia. Enceraba los 4
cajoncitos del aparador, y los marcos de las 4 puertitas, divididas dos a la
derecha, y dos a la izquierda, en el centro miraban caras felices en 3 cuadros.
Arriba del aparador aparecían 2 trofeos y 3 frascos anti decorativos, molestos,
que sólo juntaban tierra. No como la damajuana al píe del mueble del televisor,
junto al frasco lleno de bolitas. 2 obras de vidrio verdes y fuertes. Tampoco
los sofás que apuntaban al televisor del living, uno viejo. Que sólo podían
verse 3 canales, uno de ellos en blanco y negro. Tenía 30 años, la edad de su
tío. Era lo vintage más vintage, y podían verse canales de la segunda década
del dos mil.
Como músico afinaba
pianos. Demoraba 3 días en concluir su trabajo. Conocí a una señora que también
sabía afinarlos. Muy coqueta, atenta, paciente y sobre todo serena. Hablaba
tranquilamente y sabía cambiar el tono de su voz muy bien. Dependiendo de qué y
cómo hablase. Pero lo que no le gustaba era limpiar las teclas de su piano. Y
se lavaba bien las manos antes de tocar una sola tecla. Pero a él, parecía, que
no le provocaba nada. Ni agrado, ni desagrado. Y pasaba una franela por las
teclas blancas y negras de su teclado Casio. Las 5 octavas eran infelices.
Hacía mucho no las tocaba nadie y de a poco olvidaban como debían sonar. Pero
las 61 teclas estaban cada noche limpias.
El cuarto era
ordenado entre y sin sueños. En el estante a la derecha del televisor, que
cumplía 5 años a puro Fox e History, había libros. Eran muchos. Pero años atrás
había sacado los muñecos y souvenires de cumpleaños que dejaba ahí. Porque al
pasarle el trapo caían y los pisaba a la mañana. 7 estantes sólo con libros. Un mueble extraño, fabricado por él y su cuñado en momentos de
aprender a reciclar sillas de madera ya rotas, sostenía el televisor. El
estéreo y los 4 parlantes. Para ellos tenía un plumero estático de 4 colores.
Azul, verde, amarillo y rojo. Desde la base a la punta. Que cargaba cuando se
aburría frente a la computadora. Quizá confundido más por la forma deliberaba
de distracción distribuida de la descarga que con la carga. Se lo había dado
una querida amiga. Quien decía “– Para la limpieza no hay excusas. –“. Un día
recordando qué limpiaba, y habiéndoselo contado a esa amiga, encantada
demasiado con el misterio de sus noches, contaron los pasos que daba limpiando
todo. Contaron 214 pasos. Pasando 2 puertas, habitación y baño. Sin salir del
departamento. Su amiga le preguntó que hacía después de terminar. Era imposible
para él saberlo. Pero dormía en la cama y despertaba en ella. Apartando las
almohadas.
Ignacio Aldebarán
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