Guerreros entre la Niebla.

El chapoteo de los remos apaga el aire que se respira; susurros, ligeras toces, y suspiros entre la niebla se apañan. Dentro y fuera. Las embarcaciones se tambalean de un costado a otro tontamente. Todos inclinados y ansiosos. Por culpa del frío tremen los soldados y las puntas de sus dedos tiritan sobre las armas. Un miedo inocente también los hiela. La calma está a merced de buscarse entre la desesperación. Buscan concentración, y también ven las nubes que los rodean. Nubes que casi los sostienen como gruesas paredes, pero suaves, en aquella mítica mañana. Con la punta de los remos apartan los lotos del paso de los barcos. Los cascos desvían las hojas flotantes delicadamente. Las rozan. De a ratos vuelven la vista atrás buscando ver aquel gordo burgués en la última embarcación. El contratista. Quien se sostiene impaciente del barco para no caer.

Los peces se alejan de ellos; rápidos, las aves no despertaron. Se perciben, mas no se miran a los ojos en ningún momento. No están preparados para ver su propio temor reflejado. Rara vez se chocan los barcos, y se apaña de repente el sonido hueco de la madera con el susto de los hombres. Despacio se deslizaban sobre las aguas. Quieren imitar el silencio y serlo. Ser la sorpresa encarnada. Mas los remos disipan la quietud. Y todos están tensos. Entran por el archipiélago, flotando bajo la niebla. Varias decenas de ojos los observan, y ellos no lo saben. En la primera nave el joven capitán sostiene la empuñadura de un wakizashi, y suda. Agacha la cabeza para que la rama de un sakura no lo lastime. Pasan sus flores y esquivan los bancos de tierra. El viento dio un soplo: era el recuerdo de la vida. El agua salpicó: fue el peso de la muerte. El momento se congeló.

Un silbido espectral apareció, cortó la gris niebla y se hundió en el agua espesa.

Apretados entre las maderas frías sostienen el aire para aguzar el oído. Oyen el silbo que corta el aire, pasa por sus orejas con puntas de hierro, helando sus cuellos. Como pálpitos de un corazón nervioso las flechas atinan los cuerpos de los soldados en las naves. Y arrancan el desespero buscando de donde vienen.

Los asesinos silbidos, suaves, susurran sobre siluetas sobrias.

Cargados de pavor intentan esconderse. En vano. Sinuosa soledad salta por el sagrario a la sombra del son sumiso. - ¡Sa Susa-no-ỡ! Un oscuro y gutural grito surge entre la niebla. Más flechas cortan el aire. Más hombres caen. Más temor infunde el pánico. Y de las canoas casi vacías, el capitán, aún vivo, sostiene el silencio con su mano para poder huir. Su espada tiembla. Se oye otro grito y las flechas cesan al instante. El agua gime lanzando burbujas sobre las flores. Los cascos de los barcos se chocan sin guía. El alarido de los hombres moribundos merma de a poco. Las gotas rojas tiñen el agua sosegada. El joven capitán ve luces aparecer tras el manto de nubes. Se mueven formando en una fila en su dirección. El agua se turba cuando comienzan a caminar por el agua, esas las extrañas figuras. Espadas en mano acaban con quien solloza y lo arrojaban al agua.

Un rayo de luz del sol pasa por entre la niebla. Despierta así los ojos de una mañana roja, y con ella, la figura de un guerrero aparece nítida por el trasluz del sol. Katana en mano, cuernos en el casco, armadura oscura y una horrible faz con dientes, roja, como la misma sangre que cae tibia de los cadáveres, sobre los cantos de los barcos. Tras ese, otro guerrero más, aparece de la niebla. Con astas en su yelmo y la misma mascara roja. Así se asoman varios turbando el agua, los lotos y las grandes hojas verdes. A su paso asesinan a los sobrevivientes. Sus voces guturales encrespan no sólo el cabello, sino el agua también que tirita. Todos ellos se acercaron a los barcos, hasta que por fin quedaron de frente al bote del burgués gordo. Quien sobrevivió. Este se levanta tiritando. Busca entre sus ropas y saca una gran piedra verde y la extiende a los guerreros. Gruñen al ver la roca que palidecía entre la niebla. De entre ellos se distinguió uno, quien llevaba en lo alto de su yelmo la cara de un demonio. Con ojos desorbitados, rústicos, altos cuernos dorados y dientes afilados. Y su mascara son varias caras repartidas. - Taro-hó.- lo llama uno de sus compañeros, y pronto le señala la roca verde. Él asiente y va al encuentro de aquel hombre. Al verlo con temblorosa vos gritó:
- Con la magia de esta joya que poseo, una de las piedras yorishiro de Omikami y, ¡Las sombras de los Ashura no pueden dañarme!
Los ocho guardianes Ashura detuvieron sus pasos y sus espadas. Se giraron hacia el burgués y su ingenua amenaza. 
- No posees poder contra la tormenta y sus sirvientes.- Le respondieron los guerreros. El gutural era seseado con dificultad.
- Duerman demonios rojos. – Grita el hombre apuntado la roca. - Son la deshonra de los dioses. Abran nos paso. Desistan y lárguense al abismo, ¡pronto! -
- Sólo si diez mil almas van junto a nosotros. – Y así Taro-hó alzó su espada, y fulminando el acero corta la cabeza del burgués bañando de negra sangre las flores de loto. La piedra verde cae y cuando toca la superficie del agua se astilla completa. El joven capitán se hunde en el agua de un salto, busca resguardo de los demonios. Un guerrero pasa justo por encima de él, mas no lo pisa. Ni se percata de él. Como si andase flotando parte de su cuerpo sobre el agua. Nada hacia un lote de tierra y asoma muy despacio sus ojos fuera del agua. Ahí estaban nueve demonios de espalda a él. Toma aire y se sumerge otra vez. Avanza y esquiva los cuerpos de sus compañeros, ora nadando ora agarrando pedazos de raíces y tierra para impulsarse. Va por el borde de la tierra, toma aire con una bocanada ahogada, el aire que le falta a su corazón a punto de explotar.

Cuando por fin se aleja lo suficiente se atreve y mira atrás. Los guerreros ahora se han reunido en torno a Taro-hó, quien toma la cabeza rebanada del burgués. La niebla se levanta un poco. Comienzan aparecer enormes tótems en torno al agua, la floresta y la tierra que los rodea. Más allá del sitio donde los barcos se amontonan hay escalinatas y umbrales de piedra gris, o cree verlas así. Un templo sagrado. Un santuario Shinto, con centinelas a sus costados cada una de las entradas, armados con arcos y flechas. El temor de su corazón mortal se calma en parte, pero no cesa el terror que los demonios fundían. Se alejaban despacio de los botes, traspasándolos con sus cuerpos. Suben las escalinatas y Taro-hó alza la cabeza que aún tiene en su mano y dice: -Nosotros los Ashura no dormimos jamás. – Y los demás respondieron “jamás”. - De la piedra nace nuestro espíritu, de hierro son nuestras almas. Makoto son los pasos que andamos, y bushi es nuestro camino. Somos la tormenta y la tempestad. Somos los Ashura y jamás hemos de descansar.-

Finalmente lanzó la cabeza al aire y con un chillido sórdido de su espada la cortó a la mitad. Y los demonios se ocultaron en la neblina nuevamente. El joven capitán corrió como pudo. Salpicando el agua y tropezando, aterrado, chocándose contra la niebla filosa que no cesaba, y aún lo observaba.

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