Fragmentos IV & V

Cuarta: Empezar en Do, terminar en Si.

Los dedos a veces no saben qué tocan. Tan sólo obedecen a los ojos que buscan y leen automaticamente. U otras veces, el oído capitanea a rigor el defecto perfecto por exelencia y así acierta en una suceción pausada y contada, medida y tocada. La música es elocuente por sus rincones, que al no tenerlos, es absoluto. Una partitura narra una historía.
Una señorita, con la espalda recta por su corset la lee. La entiende. Y un piano, precioso, histórico y romántico, la canta. Esos versos no llevan más que cosas que pueden no entenderse. En el común de los casos; puesto que de común refierese a algunos varios; es comprendido. Pero el detalle de la elocuencia tiene sus puntas afiladas por un motivo sagaz: no fallar.
En esta historia hay un momento donde se inflige una ortodoxia. Destaca, pués, de infravalores humanos se diría. Ante la ley de dios, quién así dice que el albedrío suplanta las preferencias vulgares. Más, jutificado con secular demencia, un patriarca demanda concesión de matrimonio con privacidad nupcial, con referencia a una extra más que una ordinaría aprobación.
Una tarde llevó las flores que le obsequiaron a la cocina, las puso en un frasco de vidrio. Al verlas su padre las agarró y ella resistió. Le preguntó si se las dió Sir Lugand, ella contestó que no. No se atrevía a esconderlo, no era cobarde. Tan sólo persistía. Y la poca vivencia que su padre le daba la habían llevado a concurrir al encuentro del no consignado varias veces. Las flores se abatieron a una pared y se destrozaron junto al frasco. El padre no se atrevió a tocarla, más le arrojó injurias y le escupió calamidades. Ella rompió en llanto, huyó escaleras arriba, respondió gritando odio. Ante la falta el padre le ordenó que se arrepentiera. La forzó y compelió pero ella se negó. Y subió las escaleras alzando su falda. Sumida, fastidiada y frustrada la joven andó de una esquina a otra. Buscó un reloj para distraerse y pensar. Se concentró tanto en la atención que vió así el instante en que las agujas se hicieron una sóla. Las siguió, hipnotizada, cuando dieron un paso todas juntas y luego casi otro, pero una se despegó que avanzó y avanzó por la circunferencia. Las otras siguieron juntas. Una con otra. El segundero completó dos, diez y otra decena de vueltas y las otras dos agujas no se separaron. Ella siguió contando.
De pronto percibió que su cuarto estaba oscuro. Miró frente a ella la ventana al sol que se ponía. Ojeó el reloj y las dos agujas continuaron juntas. Al día siguiente, en la tarde, su padre la volvió a ver con quien no era el Sir quien le había consignado. Furioso lo enfrentó, más no logró conversar con él joven. Quien atónito miró con la peor expresión de sorpresa, y unió sus palmas en señal de disculpa. Y entre ademanes con la cabeza se marchó. Pasaron unos pocos días del evento y la joven ya alegre pasó algunas horas junto al piano.
 Tomaba descansos mirando a la costa, solía suspirar, y sonrojarse por ello. Solía desaparecer por media o quizá una hora por las tardes. No siempre a diario. Retornaba al piano al terminar sus quehaceres. No suplantó nada por el instrumento. Se regocijó en él y tan sólo se dejó llevar. A veces seguía líneas que su maestro le dejó hacía ya siete años. Más los tocaba sólo por recordar viejos hábitos. La rutina la había instruído en hacer variaciones que después de las mil ya no eran las mismas. Habían cambiado tanto que quizá se trataba de otra. Esa práctica hizo que enriqueciera su vocabulario de notas y al corriente repasaba las teclas, sabiendo cómo hablarlas, como versos libres de un lenguaje que la lleva, a quien, entre tantas virtudes, se fascina. Este joven, quien no es correspondido por el estamento nupcial de su padre el consignador, más si por ella, con quien escapa a pasar fronteras que los enrieda, pero quiera uno u otro, se entretienen y aprenden juntos, el uno del otro.
La demencia secular es arrastrada desde un concepto de fortaleza. Disfrazado, indiscretamente, entre: conveniencias, alianzas, intereses, costumbres y filiación. Correspondiendo a una doctrina de total dependencia. Por ello y sólo así por eso, llevó a un suceso facil de explicar, complicado de comprender.
Un mediodía, hastío, su padre salió. No retornó hasta pasada la noche. La jovencita no intuyó caso alterno de la recurrente cotidianidad quien los dominaba. El piano descansó en la siesta y por la tarde también lo hizo, puesto que el joven, insistiendo en su idilio, volvió a su encuentro reiteradas veces. Esa ocasión les llevó a acercarse un poco más entre ellos. Quedaron apartados al lado de la casa; hubo pares ojos espiando por las ventanas, sostuvieron sus pechos inquietos y ávidos. El joven y la señorita, bajo un beso, una puesta de sol cerraron. Suave. Descubrieron así que se ansiaban.
De pronto, tal como un rayo fulmina, un cadete de la marina se lo llevó. Se despidió con prisa y se fue. Él cargó una sorpresa llegando al muelle, pero ella nunca lo supo. El odiado devaneo que su padre veía en ella con este, pobre y miserable, quien cargó de la injuría física del padre, termoní por posarlo sobre el adoquín de una calle. Y mirando al cielo dejó algo más que un simple estamento de amor frustrado.
Nunca más lo volvió a ver. El Sir a quien la consignaron murió en Tolón. Ella sospechó que el infortunio de este se debió a celos. Del joven que era militar. Y creyó por mucho que fue por vergüenza u olvido que él no quiso volver a la isla. Gobernado por la inascostumbrada particularidad de ella, al no haber entendido jamás ninguna de sus palabras. Ni siquiera las que había dicho con el piano.
Se forman líneas y entre tejidos de un lenguaje que se saborea sólo, y quien quiera hablar de fortuna va acompañado. Las teclas le gritan a ella, aflijida, porque las entienda de una vez y lo sepa. Más no lo logra. Ahora entre sus cláusulas escribe penas. Ya el piano no se escucha como sus hábitos de antes. Pasó de contar tiempos a hacerlas historia. Recurrente y miserable por tan poco que fue. Cambió tanto en su propio cuerpo, que arregló la concordancia con otro mundo. Ese que hábita la pena de cargar maldiciones. La lectura se volvió y la transformó de a poco. Y dejó de ser algo para ella y fue lo que nunca supo. Y es tanto el cambio que carga consigo, que es ya como que un Do sea ya un bemol.

Quinque, V: Entre dos blancas.

El fuego templa hasta el hierro más duro. Confiesa una cañon que por pólvora escupe fuego. Disparado con salva o hierro la bola candente vuela yardas para destrozar el blanco o llegar más lejos. Asiente, comanda y ordena entre estruendos el Capitán Maurice Sigler. Rompieron el aire las troneras. Los marinos en su lugar trabajaban sin cesar. En el catalejo su maestre, el Teniente-Capitán Dillon, tomaba nota. La batería quinta del alcázar llevó el mejor tiempo de disparo por los últimos dos meces. Más tarde repetirían el método de esos dos moros y los tres irlandeses, en el resto del total de las baterias equipadas en la corveta. Hombre de mar, paciente y socegado, observaba la línea y el choque de las balas en la mar. Sus hombres preparaban una nueva ronda y esperaron la orden de fuego. Se brotaban de ansiedad más que competencia. Ya con intuición precisa el capitán presintió un error y mandó al maestre a requisar las baterias, encontró a la segunda sin polvora. Desconcertados sus marinos se apresuraron a volver a corografear la operación, pero faltó uno que sobre la tronera de estribor ensuciabael casco de la nave. Asomándo la cabeza por la cubierta el maestre llamó al capitán. Este luego fue a la borda y ordenó al soldado apretar los dientes. En la orden mira de reojo al teniente de cubierta, le guiña el ojo derecho y sugiere una sentencia de azotes a cambio de la compostura. El pobre, asustado, apretó sus dientes amarillos, sus labios secos y colorados, sacó pecho y mandó su cuerpo pálido de regreso a la batería. Corografiaron de nuevo todo. Lo ensayaron, y fallaron. El maestre recomendó así poner el más nuevo a limpiar, no así a la pólvora, ni a la estopa, ni a la carga. Luego lo ensayaron y lograron un resultado decente. El capitán buscó una aprobación de su maestre quien asintió timidamente, él le sonríó. Dió la orden y volvieron a tronar en secuencia. De popa a proa… tum…Tum…  tum... tum… tum… tum… tum… tum, el último hizo eco por el fiordo hasta la costa sureste. Las ocho líneas escupieron bolas de hierro al extenso mar. A la orden prepararon la nueva ronda. El maestre escuchó y anotó el instante que estuvieron listos. Garabató en su ficha desprolijo pero entendible: primera, la segunda, tercera, la quinta, cuarta, septima, le sigue la sexta y la octava. Ofreció la ficha al capitán. Éste con los ojos cerrados señaló que no la precisaba. Hubo silencio en la cubierta. Oyeron las gaviotas, crugieron los maderos más que de costumbre, y tintinearon los aparejos. Esperaban contanto el silencio. Sin abrir los ojos gritó órdenes. Alcanzaron así los 5 minutos 11 segundos. Cronometrados por el timonel. Tiempo perfecto. El capitán quedó orgulloso, pero se limitó a no motivar a nadie. Mandó el descanso. Y la tarea de limpiar los ocupó a todos a bordo. Incomodo, perturbado por su nueva obligación jerárquica el maestre limpió al menos el lente de su catalejo. Aún no se acostumbraba a su puesto.
En su cabina el capitán preparó una breve nota a su contraalmirante Samuel Hood. Detrás del tintero, en una cursiva preciosa tenía una nota. De dos renglones y una gran firma surcaban un círculo, en una gran O, terminando en A. Bajo esta una caligrafía desprolija traducía la primera nota. Concluyó la nota al contraalmirante y llamó quién la enviase. Al terminar tomó las notas tras el tintero y las leyó meticulosamente por nonagésima vez. Al hacerlo, suspiró. 
Después del medio día fue hacía el puerto y cambió unos minutos con su señor. Terminó y emprendió paseo arriba entre el pueblo y sus calles de grandes adoquines. A paso calmo pasó la iglesia, la herrería y llegó al destino. El capitán, joven, se sintió nervioso. Alcanzó a golpear dos veces cuando una señorita le abrío la puerta. Y por Bon Jour y una seña lo convidó a sentarse en la escalera. Por señas que dificilmente sabrían entender conversaron. Con cierta obseción nerviosa el capitán ojeó cada cinco minutos su reloj. Pero demoraba más en quitarlo del bolsillo del uniforme. A las cuatro de la tarde el capitán se despidió. La señorita, entre señas y extrañas palabras le pidió que regrese proximo día. Se despidieron con ademanes y se encontraron al día siguiente.
Negando entender con la cabeza y tiezo, miró como ella cantaba las notas, acompañada por un piano. Descience contando la disposición, acéntuando la pronunciación: Si, Si bemol; La, La bemol; Sol, Sol bemol; Fa; Mi, Mi bemol; Re, Re bemol, Do… él apresurado terminó: Do bemol. Ella sonrió y respondió Non. Se diviertieron y el finjió entender. De nuevo ella cantó las notas para explicarselas, acompañada por el piano, él creyó que el piano desafinó. Le enseñó y cantó la disposición de la nota, entre dos blancas. Lo confundió demasiado. La visita terminó cuando el militar revisó su reloj. Se apuró a ponerse de pié y serio asintió con la cabeza para saludarla. Repite el ademán sosteniendo su vestido ella y le agrega: Sir. Aunque oyó más un Sig.
Intenta compensar, a la tarde siguiente, lo que le faltó de convicción. Le llevó flores. Terminaron al costado del piano. Quien habló todo ese día. El día siguiente probó de nuevo las baterias de la corveta. Armado de paciencia y habíendo alcanzado el octavo minuto en cargar la vuelta, decidió implementar la convicción jerárquica. El castigo. Al proximo intento les faltó 30 segundos para superar su propio record. Regresó a visitar a la señorita varias veces más. Siempre por la tarde.
Una tarde se dedicaron a pasear por el parque alrededor de la casa de ella. Encontró a la madre y otras mujeres espiando por la ventana y le preguntó. Ella creyó que le preguntó por su padre y se mostró frustrada, queriéndole explicar que no lo soportaba y siempre se ocupaba en las tardes. Él acaso sospechó la molestia de la dama. Se sintió ingenuo por haber preguntado eso y haberla incmodado. Y siendo aún diestro en el arte de la paciencia cortejó con símbolos de mar a la joven ahí. Y en un cierre de puesta de sol terminó con un singular beso. La miró a los ojos y ambos comprendieron. Así él le juró lealtad. Y también su amor. Precario de armas el capitán navegó por otro tipo de aguas. Tembló de nervios.
Quitándolo del momento un cadete se acerca con una nota. Con ojos rápidos y precisos la leyó. La incursión a Tolón se adelantó. La miró. Sus ojos hablaron, más ella  ahora no lo entendió. Tomó la nota y sin comprender supo. Tomó su mano derecha y unió indice con mayor. Él murmuró “bemol”. Incierto e inquieto miró al cadete. Presintió un error extraño. Su responsabilidad y el orden le cobraron vigor.
Bajó a paso rápido. Se dirigió al muelle directo. Vislumbró la corveta agitada. Acomodó su traje y da diez y nueve pasos para toparse con el padre de la señorita, Olivia. Ordena que aleje su mugroso y odioso trasero militar de su hija, y jura que jamás dejáría que pruebe la inmundicia inglesa. Desenfunda un sable y se lo clava en el pecho antes que el capitán siquiera reaccione o lo comprenda. Tendido en los adoquines de una isla en el mediterraneo fallece así el joven capitán. Con un sable clavado en medio de sus dos bandas blancas.
Así entonces nunca supo que Olivia fallecería en Corse, un año después, odiándolo y creyendo que él le había fallado.

Ignacio Aldebarán 15-07-2017

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