Gerardo de Ridefort, El desquiciado y loco.

Tras las rejas Ridefort aguardó arañando las paredes, aguardando no matarse de impaciencia. Más allá de algunos montes y valles de arena sus compañeros caían y eran profanados sus lugares sacros. Evitó el Sol que entró por la ventana de su celda rutinariamente todos los días. También la luna plateada que congelaba las noches del desierto. Sobre sí mismo como un aura evanescente la vergüenza se acumuló hasta darle la demencia. 
Llegó el día, demasiado tarde, cuando lo liberaron. Él no comprendió por qué lo liberaban. No hubo negociadores, ni cristianos que lo hubiesen visitado con antelación. Caminó por corredores de ladrillos blancos escoltado por dos guerreros gigantes como un alto muro de fortaleza y con la vista al suelo hasta la entrada llegó. Frunció el ceño entrecerrando los ojos para evitar la profundidad del sol en sus ojos. Un guerrero de larga barba le quitó las cadenas entre sus manos. Ridefort miró al frente y Salah Al-Din lo esperaba fuera de la prisión. Junto a él, su hermano, le extendía una capa blanca dibujada con una gran cruz roja, sangre. Y arriba de la túnica una espada. La espada misma de Ridefort.

Orgulloso, ahora el cautivo maestro del temple se irguió, se cubrió la cara del harto Sol y caminó recto hacia el Sultán. Lo miró, y fue visto, con el respeto conmisto. Salah Al-Din le indicó a su hermano que entregase al guerrero sus cosas, que obedeció amablemente. Tomó su túnica y la vistió, resplandeció así la cruz roja en su pecho. El general sarraceno respiró hondo y tomo toda la humildad que le dieron sus años y tomó la espada del templario por la vaina y se la extendió. Sus labios no dibujaron ni una mueca.

A su vez, Gerardo de Ridefort con un suspiro, la agarró con acato y respeto, la miró entera. De punta a cabo. Como si se tratase de una herramienta de redención. El Sultán le ofreció un caballo, Gerardo agradeció, lo montó y se marchó de allí. Ondeando su capa blanca hacia el Oeste. Altivo y con desmesurado orgullo, digno de ser uno de los Caballeros de la Orden del Temple, se armó para volver a arrasar todos las tierras bíblicas. Por este entonces acontecía la tercer vuelta de la cristiandad para reconquistar la sagrada tierra. Ridefort no estuvo haciendo misiones caritativas, ni distrayéndose siquiera de cómo fue qué se logró su libertad. Sin rodeos regresó a las extensas comitivas de las mesas reales. Y como responsable de toda la orden regresó al paseo de controlar las expensas que rigieron la manutención de la orden en campaña. Lo odiaban, desde Akka,hasta Krak. Por la orden de la cruz en Roma. Y entre sus propios caballeros. Pero el demente era necesario. Poderoso como ambicioso, era de los que no le tiemblan la espada para ejecutar la sentencia del verdugo.  

En Antioquía y en Chipre, fue coleccionando odios e injurias. Cargó su espada incluso dentro del séquito del templo en las vespertinas y rezadas, lo cuál era prohibido; creyó que la traición aguardó entre los muros de la iglesia de la cruz. En una motiva estuvo a punto de degollar un diácono.

Una tarde de verano se presentó Terricus después que celebró misa; aquel quien lo sustituyó como maestre cuando lo encarcelaron. Éste le reveló que Gaza, la guarnición, había sido dada a cambio, a su libertad. Sopesó la pena. En verdad fue muy grande. Y una vergüenza mal parida. Con ello el prestigio de la Orden del Temple decayó bastante. Lleno de ira Ridefort desenvainó su espada e hizo añicos los bancos a su alrededor sin poder controlarlo. 
Sus caballeros lo intentaron, más la furia desaliñada de esa bestia herida no les permitió acercarse. Hasta su carne gruñó ácida. El maestro se detuvo pisando las maderas partidas. En torno a él los caballeros no le dirigieron la mirada. Se arrodilló y pidió perdón a dios por lo que acababa de revelarse de él. Los caballeros oraron por su alma.
Meses atrás fue enviado al encierro y perdió el más sagrado lugar de su Dios, la consciencia. Ese sitio en la arena significó para su orden algo que el tiempo pintó como una eternidad gloriosa. A costa suya, cargó con la culpa por años. Evitó el Sol y la Luna; para no arder con la furia, ni helarse contra la afrenta infiel de la Luna plateada. Los musulmanes. A causa de su odio y aquella ira que sólo gritó por más y más sangre, perdió la joya más preciada.

Un año más tarde se enfrentó a soldados sarracenos en la costa del puerto de Akka. Cabalgó por el Haifa directo a ellos.

Los pobres defensores no lograron resistir la ofensiva de los caballeros que portaban la cruz en el pecho y en sus manos, como algo más que un filo de hierro corriente. Un mes más tarde el mismo Salah al-din se hizo con las órdenes de batalla a pie de las murallas.
El 4 de Octubre Ridefort avanzó hacía la última de sus batallas malditas. Formaron un muro inexpugnable de guerreros que no pudieron vencer ni ser vencidos. Pero a cada hombre que cayó lo remplazaron varios más. Ridefort gritó órdenes de ir aquí o ir allá, sus caballeros no le fallaron ni un solo instante. Resistieron tres horas de combate. Pronto le ordenaron a los cruzados retroceder hacia dentro de los muros de la ciudad. Ellos corrieron. El cansancio, las heridas y la sangre los cubrió, pero no así el temor ni el pánico. Para ellos fue un baño de honra esa tarde de combate. Menos para su maestre. Ridefort quien se volvió a sus hombres ofendiéndolos para que no regresasen a la defensa. Se negó a replegarse. Lo negó con furia. Y pronto el escenario, para ambos bandos, se tornó aterrador. Completo adefesio. Gerardo de Ridefort blandió su espada montado con el caballo manchado de sangre. Enfrentó al ejército musulmán sólo, y lo miraban con terror. Quiso combatir para matar. Y lo gritó al cielo. El maestre maniático, poseído de la ira que porta una bestia era visto por todos. Cuando no lo soportaron más los sarracenos lo capturaron. Incomodándose en lo más mínimo que le permitió su paz Salah Al-din lo ejecutó al instante.

La cabeza del maestre no fue tomada como un trofeo de guerra. Sino fue un tótem de la muerte. Aquel en el cual la bestia tomó el lugar de aquel caballero. No nadie se apenó. Los templarios rezaron al verse libres de seguir de nuevo a su más obcecado jefe entre todos. De llegar a seguir al infierno a Gerardo de Ridefort, el maestre desquiciado y loco.

Ignacio Aldebarán.

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